En esta primera parte de Introducción al latín se exponen aspectos históricos y lingüísticos del idioma. Para una visión general visite el apartado de la guía general.
Según el criterio morfológico de las lenguas se pueden clasificar en tres grandes grupos: monosilábicas, aglutinantes y flexivas. Las primeras, también llamadas aislantes representan aquellas lenguas cuyas palabras tienden a ser monoformáticas, como el Chino, el Birmano o el Vietnamita. En las aglutinantes las palabras se forman uniendo monemas independientes, de tal manera que las palabras se pueden unir y las raíces, yuxtaponer. Aquí tenemos el japonés, el aimara o el euskera. Las lenguas flexivas son aquellas cuyas palabras constan de una raíz o lexema a la que se le añaden granemas o elementos de flexión (género, persona, número, tiempo, modo, caso…). Dentro de las flexivas podríamos diferenciar las sintéticas y las analíticas según expresen sus relaciones gramaticales usando morfemas o preposiciones respectivamente. El latín desde este punto de vista sería una lengua flexiva sintética, pues usa morfemas para expresar los deferentes accidentes gramaticales. Los que llamamos terminaciones o desinencias. Para conocer en mayor profundidad el origen de la clasificación se pueden consultar las obras clásicas de Wilhelm von Humboldt (1767-1835) y August Schlegel (1821-1868).
Desde el criterio genealógico, se considera la existencia de un grupo de familias lingüísticas ordenadas geográficamente (como las lenguas austroasiáticas, caribe, arawak, joisanas, drávidas, urálicas, indoeuropeas…). Las indoeuropeas se solían dividir tradicionalmente entre las lenguas satem (grupo indo-iranio, armenio, eslavo y báltico) y las centum (grupos griego, itálico, germánico, celta, anatolio y tocario), entendiendo que en las primeras se había producido un fenómeno de palatización. Se ha hipotetizado la existencia de una lengua indoeuropea ancestral y aunque no se ha podido encontrar su unidad histórica, está claro que las lenguas que emergen de esta familia comparten una conexión. Los hablantes de esta familia debían situarse inicialmente en la región centro-oriental de Europa hace unos cinco mil años. Debido a factores que están sin determinar, estos grupos de población se desplazaron en ambas direcciones, hacia oriente y occidente, asentándose en Europa Occidental hacia el primer milenio antes de nuestra era. En este contexto surge Roma hacia el siglo VIII a. C. Mientras los celtas, conocedores del hierro, se habían hecho con gran parte de Occidente, los pueblos vinculados a las lenguas latinas y griegas se habían asentado en el Mediterráneo. El latín era originalmente la lengua de los hablantes del Lacio, una lengua que comparte el mismo grupo con otros dialectos como el falisco, el osco y el umbro. Todos ellos procedían de la misma rama indoeuropea y compartieron espacio con los etruscos y otros pueblos que se han considerado nativos en algunos casos o pueblos procedentes de oriente aunque no de la rama indoeuropea.
Roma crecería y se convertiría en república a finales del siglo VI a.C, en el año 509 a.C tras la expulsión del último rey etrusco. El latín se convirtió en la lengua oficial y con la expansión militar, tanto en la República (509 a. C.-27 a. C) como con el Imperio (27 a. C.-476 d. C.), se desarrollaría y germinaría en gran parte de los territorios conquistados o anexionados. Debido a la longevidad de la civilización romana, la historia del latín es extensa y compleja, pues estuvo sometido a diferentes procesos de influencia y derivación. Tenemos constancia de un periodo primitivo, anterior al siglo III a. C, que nos muestra una lengua arcaica y en cierta medida rudimentaria. De esa época nos han llegado ejemplos como el Carmen Saliare, un documento que era recitado por los sacerdotes salii en sus rituales. Por influencia helena, el latín se fue depurando, especialmente tras las Guerras púnicas, haciendo que adquiera paulatinamente calidades literarias. No obstante, ese ennoblecimiento de la lengua también produce una distancia cada vez mayor entre la lengua escrita y la hablada. La literatura latina alcanzará su Siglo de Oro (Virgilio, Horacio, Ovidio, Cicerón, Tácito) a finales de la República y las primeras décadas del Imperio, habiendo también una segunda Edad de Plata (Apuleyo, Séneca, Suetonio) que se extiende hasta el siglo II. No obstante, tras el derrumbe del Imperio Romano, las diferentes variedades dialectales que fueron forjándose debido a la evolución propia de las regiones y sus concurrencias, el latín acabará siendo desplazado por las lenguas romances. En oriente, debido a la gran influencia del griego, su legado no será tan robusto y en otros territorios como en el norte de África, desaparecerá su influencia por la llegada de otras lenguas posteriores. No obstante seguirá siendo una lengua de culto durante siglos. En la Edad Media seguirá siendo la lengua culta por excelencia y en el Renacimiento volverá a cobrar importancia a través de los humanistas. Durante todo ese periodo el latín se convierte en una lengua de culto en la Iglesia Católica y científica pues seguirá siendo utilizada hasta principios del siglo XIX. Hoy todavía seguimos usando el latín en algunos nombres científicos como las taxonomías, los elementos químicos, las constelaciones y la nomenclatura planetaria y también de manera integrada en nuestra lengua, cuando hacemos uso de locuciones latinas.
Un breve esquema de la evolución del latín permite distinguir siete fases. Un vistazo general, ya nos advierte de las diferencias que encontramos entre un texto arcaico como Carmen Arvale, uno clásico como el De officiis o uno publicado ya en la era contemporánea como Tyrocinium Benedictinum.
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